libros inolvidables

Prólogo

Santiago

En un giro loco del destino, el abuelo vino a vivir con nosotros una noche de diciembre.
Aunque eso no lo sospechábamos aún, pues todo parecía indicar que sería una más de sus visitas fugaces de  navidad.
— Gracias por iluminar la calle en mi honor — nos dijo con un guiño cruzando el corredor hacia las escaleras.
Sofía me miró con cara de no entiendo y yo encogí mis hombros y le hice una mueca de que estaba en las mismas.
Fue una hora después que entendimos por qué el chiste. Era el día de las velitas y los vecinos habían encendido hileras de velas a lo largo de la acera al frente de nuestra casa.
— ¿No te parece que el abuelo es muy gracioso, Santi? —dijo mi hermana.
Yo lo pensé por un rato sin responder, embelesado por los pequeños halos de luz en la calle. Chistoso no, un tanto extraño, más bien.
El abuelo Alfredo era un misterio en todo el sentido de la palabra. No usaba ropa de viejito,  sino jeans y camiseta negra con cuello de tortuga, quizás imitando a Steve Jobs. Su cara parecía tallada en piedra pues las arrugas de la frente jamás se movían. Además hablaba con un leve acento de ninguna parte.
Sofi y yo estábamos en el balcón que unía nuestros cuartos, como siempre, escapando la aburrición de la casa en las vacaciones de fin de año. Extrañaba el colegio y mis amigos. Y sabía que Sofi también.
No veía la hora de volver a estudiar, de trabajar en proyectos de robótica y programación de software. Todo lo que tenía que ver con tecnología me fascinaba. Bueno, y con las películas de super héroes.
A diferencia de Sofi, que era una artista empedernida (o una art freak como le decía la profe de inglés). Siempre tuvo más pinceles que muñecas, y las pocas que tuvo terminaban con las caras pintadas de arco iris.

Y toda esa pasión por el arte y la tecnología la desbordábamos en el colegio. Por eso las vacaciones eran un tortuoso pasar de los minutos: 89.280 minutos para ser exactos.
No nos imaginábamos en ese entonces que la llegada del abuelo iba a volver nuestras vacaciones patas arriba y marcar el resto de nuestras vidas como un meteorito estrellándose contra una ciudad.